Nel prossimo capitolo della Promessa la tensione esploderà come mai prima
En el siguiente capítulo de La Promesa, la tensión alcanzará un punto sin precedentes. Finalmente, Curro dejará de ser visto como un simple criado y dará un paso decisivo para reclamar aquello que siempre le perteneció: su condición de noble. La transformación no será únicamente estética, sino un golpe de autoridad que sorprenderá a todos, porque detrás de su cambio de porte se esconde un secreto que tiene la fuerza de alterar para siempre el destino del palacio.
La entrada de Curro, impecablemente vestido y con la seguridad reflejada en su mirada, será un acontecimiento inesperado. Su porte elegante, acompañado de un aire de orgullo contenido, bastará para encender las reacciones inmediatas. El primero en no poder contenerse será Lisandro, quien, con ese tono cargado de veneno que lo caracteriza, lo increpará con ironía:
—¿Qué clase de broma es esta?
Ese instante marcará un antes y un después. Curro, lejos de acobardarse, responderá con gestos y palabras llenas de firmeza, devolviendo la humillación que durante tanto tiempo tuvo que soportar. Su respuesta será tan certera que Lisandro quedará expuesto frente a los demás, obligado a saborear la amargura de su propia arrogancia. Desde ese momento, la partida entre ambos se volverá mucho más peligrosa, aunque lo más intenso no ocurrirá a la vista de todos, sino en los pasillos sombríos del palacio, donde los secretos se respiran en el aire.
En uno de esos corredores silenciosos, junto a la biblioteca, Lisandro y Curro volverán a encontrarse. Con su habitual tono de superioridad, el duque lanzará una provocación mordaz:
—Veo que todavía te mantienes en pie, aunque sin preparación alguna para lo que está por venir. Admirable, casi conmovedor.
Curro tratará de contener la rabia, pero las palabras de Lisandro se clavan como cuchillas. El noble caminará despacio, siguiéndolo, alimentando la tensión con frases punzantes. Hasta que deje caer una amenaza velada:
—He venido a supervisar cómo marcha la casa antes de que se realicen los inevitables ajustes.
Curro no podrá contenerse más:
—¿Qué ajustes?
La respuesta será helada y despiadada:
—Decisiones que no competen a hijos bastardos ni a criados ascendidos por compasión.
Esas frases no quebrarán a Curro; al contrario, encenderán en él un deseo aún más fuerte de no volver a inclinar la cabeza. Pero el misterio crecerá, porque poco después Lisandro se encerrará en su despacho, redactando una carta enigmática con frases frías, sellándola con cera roja y entregándola en secreto a un cochero. La orden será clara:
—Llévala a Alberto en persona. Nadie más debe leerla.
Justo cuando Lisandro crea haber actuado sin ser visto, Curro aparecerá en lo alto de la escalera, enfrentándolo con voz firme:
—Sé que has entregado una carta. ¿Qué estás tramando?
Lisandro fingirá sorpresa, aunque su sonrisa maliciosa lo delatará. Ante la presión de Curro, se limitará a reírse de forma seca:
—Lo descubrirás muy pronto.
La tensión no terminará ahí. Inquieto y furioso, Curro correrá a la cocina en busca de Pía, a quien confesará lo ocurrido. Desesperado, contará cómo Lisandro habló de que “su hora estaba por llegar” y cómo mencionó un nombre hasta ahora desconocido: Alberto. Pía, con calma serena, intentará apaciguarlo:
—Debes ser prudente, Curro. Él quiere verte perder el control. No le des esa satisfacción.
Pero las dudas corroerán al muchacho. ¿Y si esa carta contiene calumnias contra él? ¿Y si Lisandro ha escrito a las autoridades para hundirlo definitivamente? Pía insistirá en darle esperanza: descubrir quién es ese tal Alberto será la clave para desenmascarar al duque.
La respuesta llegará pronto. A la mañana siguiente, el palacio se vestirá con una atmósfera inusual: criados nerviosos, corredores pulidos, un aire expectante. Y entonces, el sonido de una carroza interrumpirá la calma. De ella descenderá un joven elegante, de porte distinguido y mirada firme. Con una maleta de cuero en mano, entrará con paso decidido. Los criados intercambiarán miradas confusas, incapaces de identificarlo.
Desde lo alto de la escalera, Lisandro lo recibirá con teatralidad:
—¡Alberto, hijo mío!
El joven lo abrazará con solemnidad, como si estuvieran representando un espectáculo cuidadosamente preparado. Quedará claro que Alberto es la nueva pieza que Lisandro ha decidido introducir en la partida para reforzar su poder. Oculto en las sombras de un pasillo, Curro contemplará la escena con un nudo en la garganta.
Poco después, en el salón, Lisandro aprovechará la ocasión para ridiculizar a Curro frente a su supuesto heredero:
—Este es Curro, uno de los criados más aplicados de la casa. Si la suerte lo acompaña, tal vez consiga servir el vino sin tropezar.
Las palabras, seguidas de una sonrisa cínica, calarán hondo. Pero lo peor llegará cuando Lisandro insinúe que Alberto sería un pretendiente mucho más digno para Ángela que el propio Curro. La humillación será pública, cruel y calculada.
Sin embargo, lo que nadie sabe es que Curro, en secreto, ya ha dado un paso decisivo. Refugiado en una sala olvidada del palacio, redactará su propia carta: una confesión y, al mismo tiempo, un acto de rebelión. En ella contará su historia, cómo fue arrebatado de su madre Dolores, cómo creció engañado y reducido a criado, y cómo ha soportado humillaciones constantes de Lisandro y otros miembros de la casa. Pedirá a la corona el reconocimiento de su derecho como hijo legítimo de Alonso Luján.
Esa carta, sellada con cera y enviada a la Casa Real, encenderá la mecha que lo cambiará todo.
Pasarán dos semanas de tensión contenida, hasta que finalmente una carroza con el escudo real se detenga en la entrada del palacio. Un emisario oficial, vestido de azul oscuro, entrará con solemnidad. Su voz resonará con autoridad:
—Traigo una proclamación en nombre de la Casa Real.
En el salón, todos quedarán paralizados mientras el mensaje se lee en voz alta. La resolución es clara: Curro es reconocido como hijo legítimo de Alonso Luján y Dolores, recuperando así el estatus y la dignidad que le corresponden por nacimiento.
El impacto será devastador. Alonso, emocionado hasta las lágrimas, apenas podrá sostenerse. Catalina sonreirá con orgullo; Ángela quedará sobrecogida; Leocadia palidecerá hasta parecer de cera; y Lisandro, dominado por la rabia, romperá una copa en su mano.
El emisario lo dejará claro:
—No se trata de un capricho, sino de un derecho. La voluntad de la corona es irrevocable.
Ese mismo día, Curro dejará atrás la ropa de sirviente. Vestido con un traje elegante, con postura erguida y mirada llena de dignidad, entrará en el salón como un verdadero Luján. Los mismos que antes lo despreciaban ahora se inclinarán con respeto. Lisandro, incapaz de soportar la humillación, se marchará furioso, jurando que aquello no terminará allí.
Pero ya será tarde. El veredicto real ha sellado el destino: Curro es un Luján y nadie volverá a arrebatarle lo que siempre le correspondió.
La escena se cerrará como un triunfo absoluto, el regreso del hijo negado que por fin recupera su lugar en la historia. El muchacho relegado a criado se ha convertido en noble legítimo, y a partir de ahora caminará con la cabeza en alto, dispuesto a enfrentar el futuro con la fuerza de quien ya no tiene nada que perder.