La calma en La Promesa es apenas una ilusión. Tras semanas de tensión, Leocadia cree haber consolidado su poder, sometiendo a los sirvientes con amenazas veladas y una autoridad fría como el mármol. Pero lo que está por suceder hará temblar los cimientos de la finca. Un regreso inesperado, un secreto largamente oculto y una confrontación brutal están a punto de estallar.

Un régimen de hierro

En la cocina, la atmósfera es asfixiante. Los sirvientes permanecen de pie, enfrentando la figura imponente de Leocadia, quien habla con una precisión quirúrgica y un sarcasmo que corta el aire.
“Si mañana no están todos en sus puestos,” advierte con una sonrisa glacial, “ninguno volverá a poner un pie en este palacio. Afuera hay quienes trabajarían por mucho menos… y sin quejarse.”

Las miradas se cruzan: María siente que la sangre le hierve, Pía lucha por contener su rabia, Simona intenta disimular las lágrimas. Pero Leocadia no se inmuta. Ha recibido —o al menos eso dice— la autorización de Cristóbal, y éste, según sus palabras, actúa con plenos poderes otorgados por el marqués Alonso.

La amenaza surte efecto. Uno por uno, los sirvientes regresan a sus tareas. Petra es la primera en colocarse el delantal y encender la estufa; Candela toma los trapos; María recoge los platos con el corazón roto; Pía respira hondo y cede. Desde la puerta, Leocadia observa con los brazos cruzados y una mueca victoriosa: “Así es como se manda”.

El plan con Cristóbal

En la oficina, Cristóbal recibe a Leocadia con una copa de vino. “Todos han vuelto a trabajar”, anuncia ella con triunfo. Él brinda satisfecho: “Eres más eficaz que Rómulo jamás lo fue”.
La conversación se vuelve más siniestra. Deciden redistribuir tareas para humillar a los más rebeldes: María limpiará establos, Candela se ocupará de la leña, Simona lavará la ropa sucia y Pía quedará bajo las órdenes directas de Petra. “Eso la destruirá desde dentro”, comenta Cristóbal con crueldad. Luego vendrán los despidos, empezando por quienes tengan más voz.

En las estancias de servicio, los sirvientes cumplen sus funciones mecánicamente, con el peso de la derrota sobre los hombros. Pero López recuerda en voz baja: “Quien conoce los secretos de una casa… puede derribarla”. Una chispa de resistencia se enciende.

Un regreso imposible

La rutina se interrumpe por un murmullo creciente en la entrada principal. El sonido de unas botas firmes sobre el mármol paraliza a todos. Petra deja caer una bandeja, incapaz de creer lo que ve. Rómulo, el antiguo mayordomo, ha regresado. Su porte es más firme que nunca, su mirada, decidida.

Cristóbal baja las escaleras apresurado, intentando mantener la compostura, pero el temblor en sus manos lo delata. “Has sido reemplazado”, declara con voz ronca.
Rómulo responde con calma letal: “Un reemplazo sólo es válido si es legítimo. Y tú nunca debiste poner un pie aquí”.

Ante la sorpresa general, Rómulo revela que tiene asuntos que tratar directamente con el marqués Alonso. Porta una carpeta de cuero que promete cambiarlo todo.

La verdad sobre Cristóbal

En la biblioteca, Alonso queda boquiabierto al ver entrar a Rómulo. “Desapareciste sin dejar rastro”, exclama. Rómulo explica que estuvo investigando y coloca la carpeta sobre la mesa. Los documentos que contiene son devastadores: Cristóbal no es un simple mayordomo, sino un sicario al servicio de nobles que eliminaban a sus enemigos. Su verdadero nombre es otro… y, para mayor impacto, es el padre de Ángela, la hija de Leocadia.

Alonso, pálido de incredulidad, siente que todo el control de la casa ha caído en manos de un impostor y un criminal.

La confrontación final

Acompañado por Rómulo, Alonso desciende las escaleras hacia el gran vestíbulo. Todos los sirvientes están presentes. Leocadia, al verlos, siente que el color abandona su rostro.
“¿Puedes explicarme esto?”, exige Alonso. Señala a Cristóbal y lo llama por lo que es: un asesino. Leocadia intenta defenderlo, pero su voz se quiebra. Ángela, conmocionada, se aparta de su madre: “Me has mentido toda mi vida”.

El marqués no admite excusas. Ordena la expulsión inmediata de Leocadia y Cristóbal. El silencio que sigue es tan denso como la tensión previa. Leocadia abandona el lugar arrastrando a Ángela, sin responder a las miradas de quienes ahora la ven como una enemiga.

La guerra no ha terminado

Aunque los sirvientes sienten una mezcla de alivio y satisfacción, Rómulo advierte que la batalla apenas comienza. Leocadia ha caído… pero no está derrotada. Y en La Promesa, las victorias nunca son absolutas.

El regreso del viejo mayordomo ha devuelto un respiro de esperanza, pero la revelación del vínculo entre Cristóbal y Ángela deja en el aire una pregunta peligrosa: ¿quién más sabía la verdad?

Porque en esta casa, cada secreto tiene un precio… y algunos están dispuestos a pagarlo con sangre.