Catalina desaparecida y la carta que lo cambia todo
La calma en La Promesa se rompe con un anuncio que parece sacado de una obra de teatro y que desata un torbellino en todos sus rincones: Leocadia proclama el compromiso entre Ángela y el capitán de la Mata, su propio hijo. Lo hace con una seguridad y una sonrisa que hiela la sangre, convencida de que ha sellado una alianza ventajosa entre dos casas poderosas. El salón, que hasta ese momento estaba sumido en un té de tarde aparentemente inocente, se convierte en un campo de batalla silencioso. Alonso, el marqués, se indigna por el atrevimiento; Cruz, la marquesa, muestra su desprecio hacia la maniobra; y la propia Ángela, atrapada en la red de su madre, se rebela entre lágrimas y furia contra un destino que se le impone.
El choque de voces, miradas y reproches crea una atmósfera sofocante. Cada gesto se carga de significado: el capitán intenta disculparse, pero es silenciado; Ángela se defiende con un coraje inesperado; Cruz lanza sus dardos envenenados, recordándole a todos que en su casa nadie dicta reglas salvo ella. Y, como si el escándalo del compromiso no fuera suficiente, un silencio más aterrador se instala en la sala cuando Manuel pregunta lo que nadie había notado: Catalina y los gemelos no han aparecido.

El corazón de la familia late con angustia creciente. Jana corre a buscarla, pero lo que encuentra es desolador: una habitación en orden sospechoso, cunas vacías y la inquietante ausencia de una madre que nunca se separa de sus hijos. La alarma se propaga como fuego. Alonso pierde la compostura y ordena registrar hasta el último rincón del palacio. El servicio se dispersa con antorchas, recorriendo pasillos, jardines y cobertizos. Lo que parecía una tarde marcada por un anuncio social se transforma en una pesadilla.
La búsqueda culmina con un hallazgo agridulce: Adriano descubre a los gemelos abandonados en un viejo cobertizo, envueltos con cuidado, a salvo, pero sin su madre. El alivio de verlos con vida se mezcla con una pregunta que hiere más que cualquier otra: ¿dónde está Catalina? Su ausencia ya no se explica con un accidente o un secuestro, sino con una elección deliberada. Ella los dejó allí. Ella desapareció.
La noche se vuelve interminable en La Promesa. El palacio entero vela, dividido entre la esperanza y el miedo. Alonso camina sin descanso, convencido de que su hija jamás abandonaría a sus pequeños sin un motivo grave. Cruz, en cambio, insinúa que Catalina ha cedido a su carácter independiente y ha huido. Manuel defiende con uñas y dientes a su hermana, y Adriano, devastado, se consume en el silencio, sintiéndose culpable por no haber visto señales previas. El servicio, entre susurros, conecta la huida de Catalina con la partida reciente de Pía, la antigua ama de llaves, como si el palacio expulsara a todos aquellos que buscan proteger a los suyos.
La tensión también se refleja en Petra, cuyo dolor físico aumenta hasta el desespero, mientras Samuel la ridiculiza sin comprender la gravedad de lo que ocurre. La atmósfera en los pasillos, tanto en los pisos nobles como en las cocinas, es la misma: miedo, agotamiento y un sentimiento creciente de que La Promesa se ha convertido en un lugar maldito.
Al amanecer, cuando las fuerzas empiezan a flaquear, llega lo inesperado: una carta dirigida a Adriano. El sobre, humilde y con una caligrafía reconocible, contiene la voz de Catalina en tinta temblorosa. Al leerla en voz alta, cada palabra golpea a la familia como una daga. Catalina confiesa que huyó voluntariamente, atormentada por una sombra invisible que percibía en el palacio, una amenaza que no podía nombrar pero que la hacía sentir vigilada y vulnerable. Describe noches enteras de desasosiego, conversaciones entrecortadas en pasillos, miradas que la perseguían. Y, aunque sabía que abandonar a sus hijos era el mayor sacrificio, los dejó en el cobertizo porque creía que sin ella estarían más seguros.
Catalina pide perdón, suplica comprensión y ruega que no la busquen. Afirma que se marchó para proteger a los gemelos y promete que, si esa sombra algún día desaparece, quizá regrese. El salón se sume en un silencio absoluto. Alonso no comprende de qué amenaza habla su hija, Manuel teme que sea real, Cruz lo reduce todo a un arranque de histeria, y Adriano siente cómo el corazón se le parte al reconocer que la mujer que amaba lo ha dejado atrás por miedo.
El vacío de poder no tarda en ser aprovechado. Cristóbal, con su calma calculada, toma la palabra. Se presenta como la voz de la razón y propone medidas tajantes: silencio absoluto sobre la carta, protección reforzada para los niños y mantenimiento de la rutina del palacio para evitar rumores. A su lado, Petra asiente, imponiendo una autoridad que nadie les había otorgado pero que, en ese momento de caos, nadie se atreve a discutir.

De pronto, todo queda patas arriba. El dolor por Catalina se transforma en otra clase de miedo: el de ver a Cristóbal y Petra adueñarse del control de La Promesa. Los muros del palacio, que ya parecían cargar con secretos y tragedias, ahora se convierten en testigos de un cambio inquietante: la desaparición de Catalina no solo deja un vacío afectivo, sino también un vacío de poder que otros no dudan en ocupar.
La carta, en lugar de traer consuelo, abre una nueva etapa de incertidumbre. La familia queda dividida entre quienes creen en las palabras de Catalina y quienes las descartan como un delirio. El servicio, aún golpeado por la marcha de Pía, percibe la huida como parte de un patrón más oscuro. Y el aire mismo del palacio parece cargado de presagios.
Así, mientras los bebés duermen ajenos a todo, los adultos se debaten entre la angustia y el desconcierto. La Promesa se convierte en un hervidero de secretos, miedos y traiciones latentes. Y, aunque la carta de Catalina parece un adiós, en cada rincón queda flotando una duda que nadie se atreve a responder: ¿volverá algún día… o esta huida marca el inicio de una tragedia mayor?