El palacio en ruinas emocionales: entre el sacrificio de Catalina, la ambición de Leocadia y el tormento de Ángela
El capítulo 681 de La Promesa se convierte en uno de los más desgarradores hasta la fecha, sumiendo al palacio en un torbellino de intrigas, traiciones y revelaciones que dejan a cada personaje al borde del abismo. Lo que debía ser una jornada de relativa calma se transforma en un vendaval de emociones donde nada ni nadie sale ileso.
La primera sacudida llega con la noticia que Leocadia, fría y calculadora como pocas veces antes, decide anunciar frente a todos: el compromiso oficial de su hija Ángela con el capitán Lorenzo de la Mata. No hay preámbulo ni ternura en sus palabras, solo la sequedad de una sentencia disfrazada de alianza. La familia entera queda petrificada. Alonso no logra asimilar cómo la mujer que comparte su vida puede ofrecer a su propia hija al verdugo que tanto daño les ha causado. Sus ojos buscan un atisbo de rectificación en el rostro de Leocadia, pero lo único que encuentra es una máscara férrea, la misma con la que ella parece sellar el destino de todos.

Curro, incapaz de contenerse, estalla en un arranque de rabia, llamando a Lorenzo “el verdugo de esta familia”. Su indignación refleja lo que todos sienten, pero nadie más se atreve a verbalizar. En medio del salón, Ángela, pálida y descompuesta, no encuentra palabras. La presión de la mano de su madre sobre su espalda le recuerda que no tiene escapatoria. Lorenzo, satisfecho con la situación, sonríe con esa mueca calculada que esconde más ambición que afecto. Cuando toma la mano de Ángela y la besa con fingida devoción, ella siente que su mundo se desmorona. No hay júbilo en ese gesto, solo la certeza de que su vida ha quedado hipotecada a un destino impuesto.
Pero la tragedia no se limita al compromiso forzado. En otra parte de la finca, Lope descubre en el cobertizo a los mellizos de Catalina, abandonados y llorando en medio de la oscuridad. La escena es un mazazo emocional para todos, pero especialmente para Adriano, que al ver a sus hijos en brazos de Lope siente cómo se derrumba todo lo que daba sentido a su existencia. La ausencia de Catalina es un misterio angustiante. Adriano se niega a creer que ella los haya dejado voluntariamente, pues conoce mejor que nadie la devoción de Catalina por sus pequeños. La sombra del Barón de Valladares se cierne sobre sus pensamientos como un monstruo invisible.
La carta que poco después llega al palacio, escrita por la propia Catalina, no hace sino avivar el dolor. En ella, con una voz impregnada de lágrimas secas, la joven confiesa que se ha visto obligada a marcharse, víctima de un chantaje del Barón. Ha preferido sacrificar su propia libertad antes que ver a sus hijos utilizados como rehenes. Cada palabra rezuma desesperación y amor maternal. Pide a su familia que no la busquen, que protejan a los mellizos y que entiendan que su ausencia es el precio más alto que ha debido pagar para garantizar su seguridad. Adriano, al escucharla, cae de rodillas, roto por un dolor indescriptible. Catalina está viva, pero lejos, y el sacrificio que ha hecho la convierte en mártir de su propio destino.
Mientras tanto, en los pasillos del servicio, la tensión también es insoportable. La ausencia de Pía, enviada a Aranjuez contra su voluntad y separada de su hijo, ha dejado un vacío que ni Cristóbal ni Petra logran llenar. Él, arrogante en sus órdenes, demuestra poca capacidad para sostener el día a día de la casa. Ella, en cambio, se convierte en una presencia áspera y tiránica, incapaz de controlar sus nervios y cada vez más debilitada por la enfermedad que carcome sus fuerzas. María Fernández y otros criados, hartos de soportar sus desplantes, empiezan a manifestar su indignación en voz alta, lo que presagia conflictos internos que podrían desatar un motín en la servidumbre. Samuel, preocupado por la salud de Petra, intenta persuadirla de que descanse, pero ella, orgullosa y testaruda, insiste en ocultar sus debilidades, aunque cada día se muestra más frágil.
En paralelo, Manuel se adentra en una investigación que podría cambiarlo todo. Movido por la desconfianza hacia Enora, la supuesta esposa de Abel, recibe documentos inquietantes que la relacionan con un oscuro pasado: un incendio sospechoso y la muerte de un hombre rico que podría no haber sido accidental. El descubrimiento lo llena de dudas. ¿Es Enora una víctima del destino o una manipuladora peligrosa que se ha infiltrado en La Promesa con fines ocultos? La inquietud crece y promete abrir un nuevo frente de tensión en el futuro inmediato.
Ángela, por su parte, vive su propio calvario. Encerrada en su habitación, siente que su mundo se convierte en una jaula dorada de la que no puede escapar. Leocadia la confronta con frialdad, recordándole que el amor no es más que un lujo para campesinas y soñadoras, y que lo único que importa es el poder y la seguridad que Lorenzo puede ofrecer. Ángela suplica, llora y pide clemencia, pero su madre no cede. Le exige obediencia, la obliga a aceptar un futuro que no desea y la convence de que algún día le agradecerá ese sacrificio. Pero en el interior de Ángela no queda gratitud, solo un vacío helado, una resignación que la convierte en prisionera de un destino impuesto.
La familia, por su parte, se debate entre la rabia y la impotencia. Alonso, tras leer la carta de Catalina, siente que ha fracasado como protector de los suyos y jura que el Barón pagará caro su crueldad. Curro, encendido por la indignación, se une a esa causa, pero ambos saben que enfrentarse al Barón es como lanzarse contra un enemigo que juega con ventaja en todos los frentes. La tensión política y social que rodea al palacio amenaza con tragárselos.

En los jardines, Vera busca refugio en el reencuentro con su hermano Federico. Sin embargo, sus esperanzas se desmoronan al escuchar que volver a casa sería demasiado peligroso. El pasado de su familia, con sus deudas y enemigos, los condena a una vida de exilio disfrazado de refugio. Vera siente que ha escapado de una cárcel solo para caer en otra, atrapada en un destino incierto y privado de la libertad que tanto anhela.
La noche llega, y con ella una atmósfera aún más sombría. La Promesa, iluminada por fuera, es solo un cascarón vacío por dentro, carcomido por las intrigas, los secretos y las traiciones. Cada personaje carga con una herida: Adriano con la pérdida de Catalina, Ángela con la opresión de su madre, Alonso con la impotencia ante el Barón, Manuel con las dudas sobre Enora, Petra con su enfermedad y Vera con su desarraigo. El capítulo se cierra con la certeza de que la tormenta apenas ha comenzado.
Los mellizos, inocentes e inconscientes de todo, duermen en sus cunas, convertidos en el epicentro de la tragedia. Ellos son el motivo del sacrificio de su madre, el recordatorio viviente del precio que Catalina ha pagado. La Promesa, lejos de ser un lugar de seguridad y esperanza, se ha transformado en un campo de batalla emocional donde cada decisión puede sellar el destino de todos.
El futuro de la finca y de quienes la habitan cuelga de un hilo, y lo único seguro es que las réplicas de este terremoto seguirán sacudiendo sus cimientos durante mucho tiempo.